viernes, 27 de agosto de 2010

TIENDA DE RAYA...


Por: Imelda Torres Sandoval
jurisagro@yahoo.com.mx
Si tuve abuela…
Cuando cumplí quince años e ingresé al bachillerato, dejé de vivir con mis padres en Cuautitlán Izcalli y me fui a vivir con mi abuela Gloria, a un departamento en la Colonia Lindavista, en el Distrito Federal.
Cuando llegué a vivir con mi abuela, lo primero que llamó mi atención fue su consola en la sala; un viejo mueble con un tocadiscos que tenía dos opciones para tocar; una para discos pequeños y otra para discos grandes. Busqué en el mueble y encontré discos de los Cadetes de Linares, de los Alegres de Terán, de Lucha Villa, de la Sonora Matancera, de Eyde Gourme y Los Panchos, de Chava Flores, del Charro Avitia, de Lucha Reyes y del Piporro, y una gran colección de discos de tríos como Los Tres Diamantes y Los Ases. Me dediqué un buen rato a escuchar la música: “cerca del mar, yo te conocí…” lloraba la guitarra, y… ”yo me muero donde quera”…cantaba bravía Lucha Reyes.
Que tardes maravillosas pasé con mi abuela alrededor de las historias y anécdotas por esa música: Primero me contó que ella vivía en Tacuba, por el Árbol de la Noche Triste, y que tenía una gran casa, y que cuando mi abuelo enfermó de azúcar por que se le apareció la Llorona por Popotla, tuvo que rentar las habitaciones para ayudar con los gastos de la familia: mis abuelos Gloria y José y mi tío Sergio y mi madre. Así fue llegando la música: los que rentaban los cuartos eran en su mayoría gente el norte, choferes de camiones de carga y trailers, que pedían permiso para escuchar sus corridos, sus polkas, su música que les traía el recuerdo de sus mujeres de Monterrey, Chihuahua, Sinaloa y Sonora. Así conoció mi madre a mi papá, un huésped que llegó de Ciudad Obregón, Sonora, para estudiar ingeniería mecánica Instituto Politécnico Nacional, creado hacía poco por Lázaro Cárdenas.
Además, a mi abuela le gustaba la fiesta brava. Todavía conservo los binoculares que utilizaba en la Plaza de Toros México. A mí en lo personal, eso de linchar toros no me gusta, pero a ella le encantaba. Incluso, con un novio despechado que tuve, se iba los domingos a las corridas, y de paso al Circo Chino de Pekin, que se instalaba por el metro Revolución. Yo ya había terminado mi relación con aquél chico, pero mi abuela y él se iban al cine, a los toros y al circo.
Cuando me casé a los diecinueve años, seguí viviendo con ella. Dividimos la casa en dos, yo vivía en la parte alta y ella en la planta baja, para que le tocara el patio, porque también le gustaban mucho las plantas. Como me divertía con sus ideas anacrónicas acerca de la pareja y el sexo: me llegó a acusar con mi mamá que los sábados no me paraba temprano a tirar la basura “por estar con el hombre”.
Nació mi primer hijo, Edmundo, y fue su adoración: lo consentía con su bolillo remojado en caldo de frijol y lo arropaba en su rebozo. Ella me ayudó a criarlo en lo que yo iba a clases a la Universidad: lo entretenía con una mamila de thé, por que el crío se negaba a digerir otra cosa ya que fue bebé de pecho hasta los seis meses. Cuatro años después, nació Néstor. Para ella, fue lo máximo: su bisnieto tenía los ojos azules. Mi abuela, en su manera de ser, era bien racista. Se consideraba gente de razón porque ella nació en el seno de una de las mejores familias de Puebla, aunque en su matrimonio padeció muchas carencias, pero como buena mujer y madre, llegó hasta a tejer zapatitos de bebé para el Palacio de Hierro, los cuales entregaba puntualmente cada quince días.
Viví con mi abuela unos años más, pero cuando iba a nacer mi segundo hijo, mi familia y yo nos fuimos a vivir a otra casa. Cuando mi segundo hijo apenas iba a cumplir un año, mi abuela murió. Se fue con la zozobra de que no me dejó casada por la Iglesia y que aún no había bautizado a Néstor. También era bien católica: tenía la foto de Juan Pablo Segundo en su recámara y atesoraba en su ropero un rosario bendito por el Sumo Pontífice de madera con olor a rosas que le trajo una tía del Vaticano.
Mi abuela pasó sus últimos días conmigo, porque mi mamá y mi tío siempre estaban muy ocupados para acompañarla o llevarla al doctor, pero cometí el error de llevarla a su casa y dejarla sola, con la idea de que tal vez mi tío o mi mamá asumieran la responsabilidad y compromiso de cuidarla, cosa que no sucedió. Cada vez que lo recuerdo, me envuelve la tristeza, y le pido a mi abuela perdón. Debí dejarla conmigo, a final de cuentas, la única que estuvo en el hospital con ella cuando murió fui yo.
Les dejo esta reflexión para este 28 de Agosto, Día de los Abuelos: disfrútenlos si todavía los tienen cerca, cuídenlos y valoren su experiencia y sabiduría. ¡Se aprende tanto de la vida a su lado!
Hasta la próxima.

1 comentario:

  1. Excelente anecdota. De verdad sensibiliza a uno. Los tengas o no, los hallas conocido o no. Duele y duele mucho.

    saludos...miguel buier

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