Luis Velázquez/y II
Febrero de 2012
Diez años después de trabajar como jardinero y carpintero en Houston y San Antonio, Texas, Mario, migrante del puerto jarocho en Estados Unidos, sintió la hora de regresar al pueblo cuando un fin de semana, un sábado, la policía lo detuvo, argumentando que su Chevrolet viejito, de 1988, comprando en mil dólares y en abonos, circulaba en el país más poderoso de la tierra sin haber cubierto el seguro.
Y era cierto.
Para entonces, Mario cumplía tres meses sin encontrar trabajo. Había chamba, cierto, pero al mismo tiempo, una excesiva oferta de mano de obra. Se estaba comiendo los escasos ahorros, lo elemental para subsistir, pues desde su primer día en el otro lado llegó con el único objetivo de enviar dólares cada semana a la familia, primero, para comer, y segundo, para levantar su casita en la colonia popular.
Una semana antes el seguro de su automóvil había vencido. Sin dinero, dejó de pagarlo. Y apareció en la computadora de la policía de tránsito. Y la policía lo detuvo por el número de las placas y le quitaron el automóvil.
--No tengo dinero para pagar el seguro. Ando sin trabajar, reviró.
--Aquí es delito circular sin el seguro, le dijeron, y ni hablar, se fue a pie a la traila, donde vivía con su cuñado.
Como pudo consiguió prestado para pagar la multa y liberar el coche, que luego enseguida empezó a subastar entre los paisanos.
Pero quedó fichado, pues eludió el pago de la multa del seguro.
Y a partir del momento, supo que también la policía migratoria le había puesto un tache.
El cuñado se encargó de esclarecer el escenario, cuando le dijo:
--La primera vez que la policía te detiene te quita el coche y te deja ir. En la segunda, te lleva a la cárcel y consigna al juez. Y si no tienes papeles te repatrían.
Desempleado durante 90 días, fichado, había dejado de enviar los 4, 5, 6 mil pesos mensuales a su mujer, pero por fortuna, la casa ya estaba terminada en el pueblo. Diez años sin ver a la familia eran suficientes para el regreso inmediato. Y más, con la ley norteamericana encima.
Cuatro, cinco años, manejando en Houston y Texas, la había librado. Nunca en una década tomó una cerveza ni menos emborrachó.
Y además, llegó a Estados Unidos y se sostuvo diez años sin papeles.
Se despidió de su cuñado y con una mochilita portátil con solo tres mudas de ropa trepó al autobús de Texas a Matamoros. Salió de Estados Unidos con 50 dólares prestados por el cuñado para el regreso.
Pero en Matamoros, apenas descendió del autobús, la policía migratoria mexicana lo detuvo. Simplemente, por sospechoso. Le revisaron la mochila y solo ropa encontraron. Y le quitaron los únicos 50 dólares.
En Matamoros lavó carros en la calle. Se empleó de mandadero en el mercado popular. Apenas con una comida en el estómago. Y con los centavitos suficientes para el boleto y unas tortas en el camino llegó al puerto. Cerraba así la aventura más intrépida de su vida.
Ahora, anda por ahí. Se alquila de jardinero, de carpintero, de pintor. Tocando puertas y timbres de casa en casa. A veces, con suerte, trabaja dos, tres días a la semana. Y la esposa le ayuda como trabajadora doméstica. Dos hijos apenas están creciendo. En el primer año de secundaria y en sexto de primaria. Y Mario está aprendiendo a re-conocerse con sus hijos.
Fuente: blog .expediente.mx
Febrero de 2012
Diez años después de trabajar como jardinero y carpintero en Houston y San Antonio, Texas, Mario, migrante del puerto jarocho en Estados Unidos, sintió la hora de regresar al pueblo cuando un fin de semana, un sábado, la policía lo detuvo, argumentando que su Chevrolet viejito, de 1988, comprando en mil dólares y en abonos, circulaba en el país más poderoso de la tierra sin haber cubierto el seguro.
Y era cierto.
Para entonces, Mario cumplía tres meses sin encontrar trabajo. Había chamba, cierto, pero al mismo tiempo, una excesiva oferta de mano de obra. Se estaba comiendo los escasos ahorros, lo elemental para subsistir, pues desde su primer día en el otro lado llegó con el único objetivo de enviar dólares cada semana a la familia, primero, para comer, y segundo, para levantar su casita en la colonia popular.
Una semana antes el seguro de su automóvil había vencido. Sin dinero, dejó de pagarlo. Y apareció en la computadora de la policía de tránsito. Y la policía lo detuvo por el número de las placas y le quitaron el automóvil.
--No tengo dinero para pagar el seguro. Ando sin trabajar, reviró.
--Aquí es delito circular sin el seguro, le dijeron, y ni hablar, se fue a pie a la traila, donde vivía con su cuñado.
Como pudo consiguió prestado para pagar la multa y liberar el coche, que luego enseguida empezó a subastar entre los paisanos.
Pero quedó fichado, pues eludió el pago de la multa del seguro.
Y a partir del momento, supo que también la policía migratoria le había puesto un tache.
El cuñado se encargó de esclarecer el escenario, cuando le dijo:
--La primera vez que la policía te detiene te quita el coche y te deja ir. En la segunda, te lleva a la cárcel y consigna al juez. Y si no tienes papeles te repatrían.
Desempleado durante 90 días, fichado, había dejado de enviar los 4, 5, 6 mil pesos mensuales a su mujer, pero por fortuna, la casa ya estaba terminada en el pueblo. Diez años sin ver a la familia eran suficientes para el regreso inmediato. Y más, con la ley norteamericana encima.
Cuatro, cinco años, manejando en Houston y Texas, la había librado. Nunca en una década tomó una cerveza ni menos emborrachó.
Y además, llegó a Estados Unidos y se sostuvo diez años sin papeles.
Se despidió de su cuñado y con una mochilita portátil con solo tres mudas de ropa trepó al autobús de Texas a Matamoros. Salió de Estados Unidos con 50 dólares prestados por el cuñado para el regreso.
Pero en Matamoros, apenas descendió del autobús, la policía migratoria mexicana lo detuvo. Simplemente, por sospechoso. Le revisaron la mochila y solo ropa encontraron. Y le quitaron los únicos 50 dólares.
En Matamoros lavó carros en la calle. Se empleó de mandadero en el mercado popular. Apenas con una comida en el estómago. Y con los centavitos suficientes para el boleto y unas tortas en el camino llegó al puerto. Cerraba así la aventura más intrépida de su vida.
Ahora, anda por ahí. Se alquila de jardinero, de carpintero, de pintor. Tocando puertas y timbres de casa en casa. A veces, con suerte, trabaja dos, tres días a la semana. Y la esposa le ayuda como trabajadora doméstica. Dos hijos apenas están creciendo. En el primer año de secundaria y en sexto de primaria. Y Mario está aprendiendo a re-conocerse con sus hijos.
Fuente: blog .expediente.mx
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