•La madre falleció de cáncer de mama en un pueblo de Veracruz, sin asistir al sepelio
•La hermana lava ropa en el río y plancha
•Desintegración familiar, el otro rostro de la pobreza y la miseria
Luis Velázquez
06 de noviembre de 2013
I
Una mujer viuda en el pueblo quedó con dos hijos: el mayor, un chico de 22 años; la menor, una muchacha de 20.
Vivían en una colonia popular, en las goteras del pueblo, sin servicios públicos, acarreando el agua de los vecinos, robando la luz.
El padre, lustrador de zapatos en el parque, el hijo también. Con escuela primaria inconclusa, igual que la hija. La madre, lavando ropa; la hija, también.
Cercados por la pobreza, el hambre y el desempleo, el muchacho decidió irse con un par de vecinos a Estados Unidos como indocumentado, sin papeles. A la buena de Dios. La aventura. La temeridad, acosado por la miseria.
Y llegó del otro lado, trabajó como la mayoría… de albañil, y cada semana enviaba su parte a la hermana y a la madre.
Vivía en una especie de departamento INFONAVIT, amontonados todos en el piso, mejor dicho, en el petate, como si estuvieran en un campo de concentración, donde, incluso, estaban mejor, porque en las películas sobre nazis, por ejemplo, dormían en literas.
Desde las 2, 3 de la mañana, y por turnos, se levantaban para bañarse. Y cada quien a desayunar, comer y cenar lo que pudiera y en donde pudiera. Dos comidas quizá, acaso, al día. Una, al mediodía.
Y no obstante, puntual el muchacho seguía enviando sus remesas al pueblo de Veracruz.
II
La madre enfermó de cáncer de mama. En el centro de salud del pueblo apenas y la atendieron. Unas pastillitas. Unas radiografías que nunca pudo aplicarse por falta de recursos. Los dólares alcanzaban para irla pasando, sin la esperanza de ahorrar unos centavitos. Al día, pues.
La hermana avisó por teléfono al hermano cuando hablaba una vez al mes. Y le dijo de la madre enferma y las carencias.
Pero como albañil, el pago era insuficiente. El muchacho se apretó más el cinturón y ahorraba lo más que podía para enviar a casa.
Pero apenas y para la medicina.
Tocaron puertas en el ayuntamiento y en el D.I.F. y nada. Vueltas y vueltas burocráticas. “El dinero ya se agotó” decían a la hermana.
Y el cáncer fue caminando a paso veloz en tierra fértil, ante las débiles defensas de la madre.
Más la anemia y la desnutrición.
Más la vida difícil de todos los días durante tantos años. Envejecida de lavar ropa en el río. Y de planchar en las noches para ganarse unos centavitos más. Y de levantarse temprano, tempranito, para preparar el itacate, los frijolitos, el cafecito, la tortillita.
III
--Mamá está muy enferma. Debes venir, pidió la hermana al hermano por teléfono.
--Se va a aliviar, ya verás, contestó.
--Está mal. Muy mal. Debes venir.
--Si salgo de Estados Unidos, será difícil volver a entrar, reviró.
--Mamá está enferma. Ven.
IV
Empeoró la señora con el cáncer de mama. Los dolores insoportables que con ninguna medicina disminuían. Días y noches sin dormir. Cada noche con la vela encendida. Rezando. Hasta el sacerdote del pueblo le fue a dar la bendición y la unción.
Incapaz de tolerar y soportar los dolores de la madre, la hermana pidió el favor a un taxista para trasladarla al Hospital Regional.
Se sentaron en la parte trasera del auto. La llevaba recargada en el pecho, abrazada con las dos manos. El taxista manejando a 90, 100 kilómetros por hora.
A la mitad del camino, la señora falleció por el dolor que seguía como un cuchillo perforando las entrañas.
Y ni modo, el taxi dio la vuelta para regresar al pueblo.
Entre los vecinos se juntaron para comprar el féretro de madera y para las veladoras y las flores.
El hermano fue informado una semana después, controlada la aflicción de la hermana.
Y desde entonces, nunca volvió al pueblo. A veces, quizá cuando se acuerda, envía unos centavos a la hermana que trabaja ahora lavando ropa en el río y planchando.
El hermano, en el otro lado. La chica, en el pueblo. Cada quien por su lado. Cada uno con sus recuerdos y sueños. La desintegración familiar, pues.
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