sábado, 26 de septiembre de 2009

EL ARTE DE LAS PALABRAS...


Por: Baltazar López Martínez

La primera vez que perdí a mis amigos fue cuando tenía diez años. Por razones que ni al caso vienen fue necesario que me fuera a vivir con unas tías, hermanas de mi mamá, para cursar quinto y sexto de primaria. Me inscribieron en una escuela para hijos de militares. Aquello fue el infierno en la tierra. Fui paria en ese lugar durante dos años por una sencilla razón: mi padre no era soldado.
Mis tías tenían una papelería y era necesario ayudarlas por las tardes, así es que no hubo mucha oportunidad de hacer amigos. En cambio, encontré los libros. No sé de dónde salieron, pero había en esa casa una media docena de ellos. El Principito, creo, y El Último Verano de Klingsor. Fue amor a primera vista. Fue abrir un libro y saber, sin saber muy bien cómo, que jamás volvería a ser el mismo.
Un par de años después regresé a mi casa, cuando estaba por entrar a la secundaria. En el primer año tuve un maestro de español que se encargó de terminar de transmitirme la enfermedad de los libros. José Belem era un admirador fervoroso de Cervantes, de Shakespeare y de Edgar Allan Poe. Todavía lo recuerdo en la plataforma del aula, moreno, de traje negro, extático, escanciando párrafos de los clásicos con un entusiasmo que todavía le envidio, porque había algo vital en su actitud hacia la literatura (que no se llamaba literatura todavía para mí, sino era algo indefinido que contenían los libros).
Visionario y loco como era, José Belem tuvo la idea de formar una biblioteca escolar. Éramos muy pobres todos, y la escuela apenas estaba en construcción. Algunas veces tomábamos clases debajo de las escaleras, ya que las aulas estaban a medias, o resultaban insuficientes. Pensar en una biblioteca era pensar locuras. No obstante José Belén era un loco de esos que ya no hay y no permitió que la amarga realidad interfiriera con sus planes, de modo que formó brigadas de dos o tres compañeros y nos mandó a la calle con nuestra credencial de secundaria, a pedir libros casa por casa.
Por alguna razón que no comprendo bien del todo, había decenas de personas dispuestas a deshacerse de sus libros, de manera que Tarsicio y yo recolectamos en un fin de semana unas cuatro cajas grandes. Había de todo, desde textos escolares obsoletos, hasta verdaderas joyas. Por lo menos llenamos una caja de tesoros, misma que me robé con la complicidad de Tarsicio y sin el menor remordimiento. Recuerdo que mi hermano José Luis me hizo un pequeño librero de tablas rústicas en el que coloqué el producto del robo. Desde entonces leer se convirtió para mí en una de las formas de la felicidad.
De esa manera adquirí este vicio abrasivo de la lectura, vicio que nunca habría de abandonarme. Pasé muchas noches de insomnio paliando la soledad con los libros. No había nada mejor que una jarra de café negro, un paquete de Delicados y las lecturas interminables de madrugada; no lo habrá nunca. Ahora tengo 47 años, pero cada que abro un libro y me sumerjo en sus páginas, lo hago con el mismo asombro de aquel adolescente desgarbado que se enfrentaba a la maravilla por vez primera.
Desde entonces vivo con los libros. En cualquier circunstancia de mi vida, en estaciones de autobuses, en hospitales y bares, a la orilla del río y en la playa, en salas de espera, en el baño, antes de dormir y al levantarme, en el sopor de las cinco de la tarde y en la dilatada noche, los libros son siempre mis compañeros. Como un talismán, llevo siempre en mi bolsa un libro. Nunca seré pobre, nunca estaré solo, nunca estaré perdido del todo si tengo un libro al alcance de mis manos.

No hay comentarios: