Bernardo Bátiz V.
Han coincidido dos discusiones relacionadas con instituciones y programas sociales de la ciudad de México: se trata del tema planteado por algunos diputados en la Asamblea del DF encaminado a quitar la universalidad a la pensión de adultos mayores y de la propuesta de revisar en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM) su especialidad y preferencia en la atención de estudiantes de recursos económicos limitados.
Tanto la Universidad Autónoma de la Ciudad de México como la universalidad de la pensión alimentaria forman parte de los programas del anterior gobierno del Distrito Federal, conservados y ampliados por el actual; en ambos casos se ponen en tela de juicio políticas en favor de quienes más lo necesitan.
Pura coincidencia. Los universitarios están dando su pelea, argumentando en favor de que la UACM cubre un nicho que otras universidades públicas y privadas no tienen interés en atender: el de los estudiantes pobres en zonas marginadas, pero deseosos de continuar sus estudios; se trata, a fin de cuentas, de un tema de justicia social. Por lo que toca a la universalidad de la pensión se debe recordar a los legisladores de PRI y PAN que la Ley de Desarrollo Social del Distrito Federal señala en su artículo cuarto los principios de la política de desarrollo social para la capital; el primero de éstos es el de la universalidad, según el cual la política de desarrollo está destinada a los habitantes de la urbe y tiene como propósito el acceso de todos al ejercicio de los derechos sociales, al uso y disfrute de los bienes urbanos y también para todos, una creciente calidad de vida.
Pero independientemente del fundamento legal, expertos en programas sociales, como Asa Cristina Laurel y Julio Boltvinik, para citar a dos mexicanos, pero también otros extranjeros, han señalado las ventajas de los programas y sistemas de cobertura universal, especialmente para pensiones, por encima de los programas focalizados a sectores específicos con alguna característica económica, social o biológica.
Si se aplicara este criterio de focalizar el apoyo a grupos sociales que se encuentran dentro de los altos índices de pobreza, se tendrían que buscar complicados mecanismos de clasificación y sujetar la decisión de a quien sí y a quien no se le otorga la pensión a criterios sometidos o bien a la subjetividad de quienes tomen las decisiones o bien a mecanismos burocráticos que pueden prestarse a errores, abusos y discriminaciones.
Cuando se inició el proyecto, uno de sus ejes fue dedicarle una parte mínima del presupuesto a gasto corriente y a estructuras burocráticas para destinar el grueso de los recursos al fin para el que fue creado el programa, esto es, apoyar a todos y cada uno de los adultos mayores que habitan en nuestra capital.
El programa tuvo un gran éxito desde el principio, fue bien recibido y sus efectos fueron una mejor distribución de la riqueza, pero también la inyección mensual de una importante suma de dinero en la economía capitalina, desde abajo y mediante subsidios arriba. El hecho de que la economía de la capital ha sido menos vulnerable a los vaivenes que producen las crisis se debe a la circulación periódica de este dinero fresco, gastado en productos de primera necesidad, medicinas y necesidades personales y familiares más urgentes. Pretender complicar el programa con estadísticas, dividiendo a la sociedad en categorías por vecindario, por ingresos o por apariencia, es una equivocación total; muchos adultos mayores, hombres y mujeres, viven en zonas no de alta marginación y su pensión les confiere seguridad y destaca su valer ante su familia y eleva su dignidad como integrantes que aportan al gasto común; no es sólo un problema de cifras y de índices de pobreza, sino principalmente de dignidad y de valor humano. Les recuerdo, especialmente a los panistas, los principios olvidados de la dignidad humana y la justicia social.
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