Comentario
Un brevísimo consejo señor editor: mande a la reata a ese tal Daniel, de eso pide su limosna.
Atte: Miguel Camín.
TRAZOS
Pernicioso, el hombre le siembra edificios
Las construcciones arquitectónicas pueden ser entendidas como una extensión de la imaginación del hombre, oí una vez decir a un experto en diseños de edificios llamados hoy con pedantería intelectual ‘inteligentes”, edificios inteligentes. Y remató: no queda rastro en la memoria colectiva cuándo dejaron de ser en el hombre sólo la satisfacción de una necesidad de guarnecerse. Camino por el centro de la ciudad, por Genaro Rodríguez, entre una muchedumbre que como yo apenas da rastros de vida, en un mañana fresca de aire limpio. Atravieso el pasillo central del mercado local que me lleva a la calle Pípila, y antes de salir de ese túnel el día otorga un lunar ámbar a vendedores de periódicos y antojitos. Me paro y lanzo un vistazo a los titulares de la nota roja: hoy también hubo dotación de sangre. Se me abre el apetito y pido dos empanadas, una cubierta de azúcar y otra la despanzurran y la embadurnan de una salsa pálida, verde. El vendedor me las envuelve de mala manera y las tomo y sigo mi marcha. Las distancias son cortas y pronto alcanzo la calle Azueta, corta pero amplia. Recuerdo que para dar muestras de que andar de vago daba éxito solía retar a mis compañeros de clase para que me dijeran el nombre de este retazo de calle entre Juárez y Bulevar. Todos callaban. Yo sabía que se llamaba Azueta, y lo presumía. Ahí estuvo el restaurante El Selecto, la coctelería La Restinga de Oro, la tienda Conasupo, una estación de autobuses, un hotel, una antojería, y otros negocios cuya sola nostalgia me vuelve ridículo. Decía que un arquitecto una vez dijo que los edificios son una extensión de la imaginación; yo agregaría que pueden ser también una prolongación de la estupidez humana, y si lo digo con tal categoría es porque tengo los pelos de la burra en mi mano. Miro hacía arriba, parado en la calle Azueta, y mi turbación toma visos de encabronamiento. Por donde se mire, el edificio que hoy cobija una tienda de telas y una sucursal bancaria, es un horror, un emblema al mal gusto, el símbolo fatal de lo ordinario. Concebido por un agricultor adinerado el monumento torpe e inmenso permanece inacabado, como una vergonzosa figura que por falta de ojos y boca produjera lastima a quien le mirara. Lástima, eso es lo que produce esa construcción que se levanta sobre el río. De qué mente puede surgir un cajón sino de la del peor de los albañiles. Alguien que para terminar rápido toma un papel aguilucho y tira líneas de tinta y crea un cubo con niveles. Yo me hago a la idea de que una mañana al pasar por la calle Azueta me encuentre con un amplio y profundo boquete sobre la tierra, con máquinas trabajando, hombres febriles moviéndose, y uno, o tal vez dos, artistas o artesanos de la construcción diseñando un sueño a modo con la imaginación, y un ancho rótulo con la inscripción: Aquí no se construye un edificio, se amplia la imaginación, se prolonga el cuerpo. Pido en demasía en un pueblo que se ha vuelto la guarida de arquitectos fracasados.
Miguel Camín.
Un brevísimo consejo señor editor: mande a la reata a ese tal Daniel, de eso pide su limosna.
Atte: Miguel Camín.
TRAZOS
Pernicioso, el hombre le siembra edificios
Las construcciones arquitectónicas pueden ser entendidas como una extensión de la imaginación del hombre, oí una vez decir a un experto en diseños de edificios llamados hoy con pedantería intelectual ‘inteligentes”, edificios inteligentes. Y remató: no queda rastro en la memoria colectiva cuándo dejaron de ser en el hombre sólo la satisfacción de una necesidad de guarnecerse. Camino por el centro de la ciudad, por Genaro Rodríguez, entre una muchedumbre que como yo apenas da rastros de vida, en un mañana fresca de aire limpio. Atravieso el pasillo central del mercado local que me lleva a la calle Pípila, y antes de salir de ese túnel el día otorga un lunar ámbar a vendedores de periódicos y antojitos. Me paro y lanzo un vistazo a los titulares de la nota roja: hoy también hubo dotación de sangre. Se me abre el apetito y pido dos empanadas, una cubierta de azúcar y otra la despanzurran y la embadurnan de una salsa pálida, verde. El vendedor me las envuelve de mala manera y las tomo y sigo mi marcha. Las distancias son cortas y pronto alcanzo la calle Azueta, corta pero amplia. Recuerdo que para dar muestras de que andar de vago daba éxito solía retar a mis compañeros de clase para que me dijeran el nombre de este retazo de calle entre Juárez y Bulevar. Todos callaban. Yo sabía que se llamaba Azueta, y lo presumía. Ahí estuvo el restaurante El Selecto, la coctelería La Restinga de Oro, la tienda Conasupo, una estación de autobuses, un hotel, una antojería, y otros negocios cuya sola nostalgia me vuelve ridículo. Decía que un arquitecto una vez dijo que los edificios son una extensión de la imaginación; yo agregaría que pueden ser también una prolongación de la estupidez humana, y si lo digo con tal categoría es porque tengo los pelos de la burra en mi mano. Miro hacía arriba, parado en la calle Azueta, y mi turbación toma visos de encabronamiento. Por donde se mire, el edificio que hoy cobija una tienda de telas y una sucursal bancaria, es un horror, un emblema al mal gusto, el símbolo fatal de lo ordinario. Concebido por un agricultor adinerado el monumento torpe e inmenso permanece inacabado, como una vergonzosa figura que por falta de ojos y boca produjera lastima a quien le mirara. Lástima, eso es lo que produce esa construcción que se levanta sobre el río. De qué mente puede surgir un cajón sino de la del peor de los albañiles. Alguien que para terminar rápido toma un papel aguilucho y tira líneas de tinta y crea un cubo con niveles. Yo me hago a la idea de que una mañana al pasar por la calle Azueta me encuentre con un amplio y profundo boquete sobre la tierra, con máquinas trabajando, hombres febriles moviéndose, y uno, o tal vez dos, artistas o artesanos de la construcción diseñando un sueño a modo con la imaginación, y un ancho rótulo con la inscripción: Aquí no se construye un edificio, se amplia la imaginación, se prolonga el cuerpo. Pido en demasía en un pueblo que se ha vuelto la guarida de arquitectos fracasados.
Miguel Camín.
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