miércoles, 16 de enero de 2008

COMENTARIO DE MIGUEL CAMIN...





Crédulo y bondadoso editor, le confieso que el nombre “Sapos y alacranes” con el que ha titulado la columna que usted escribe es oportuno y preciso y definitorio. Un acierto y una envidia para mí. Es un título de una gran carga visual. Un par de sustantivos comunes que aluden a ejemplares de los mitos maliciosos y oscuros del reino animal, cuya reputación va asociada a ciertas conductas humanas. De ahí la pertinencia de su Columna. Sin embargo, sus “Sapos y alacranes” suelen en ocasiones reservarse su derecho natural a escrutar lo feo y lo nocivo en la nota, y sí a rozar con tinta aterciopelada los acontecimientos que le son cercanos en interés periodístico. Es decir, los “Sapos y alacranes” se transmutan en ocasiones en “Sapos sonrientes y alacranes sin arpón”. Pero por amor a la verdad le diré, que en estas últimas entregas “Sapos y alacranes” ha sido congruente con su género: en reciente fecha ha señalado usted, pesos más, pesos menos, las vergonzosas cantidades de dinero público mensuales que recibían ciertas casas editoras de diarios para mantenerse serviciales a los intereses del alcalde Jerónimo Folgueras. Cifras que sumadas daban números estratosféricos, de escándalo. Días después, se pregunta usted extrañado por qué ahora los medios locales se ocupan de dar a conocer en sus páginas y en sus frecuencias, la demanda del cabildo actual de aplicar auditorias a un número determinado de obras construidas en la administración de Folgueras que presentan a simple vista irregularidades en su ejecución, cuando a lo largo de tres años callaron. Ofreceré una respuesta: porque los dueños de esos medios, impresos y electrónicos, no son periodistas, sino empresarios, sin escrúpulos, motivados sólo por un interés de hacer negocios, no periodismo. Un día le maman el pito al alcalde en turno, y cuando se les acaba el calostro a los tres años, vendrá otro que los amamante. De eso viven, y viven bien. Si su apuesta fuera obtener sus rentas o de la venta de sus ejemplares o del rating de sus noticiarios, se los llevaría la chingada, no porque estas actividades no fuesen rentables, lo son, sino porque exigen dedicación, sacrificio y entrega, y dividendos a mediano y largo plazo, y estos pendejos propietarios, como fieles figuras de la iniciativa privada mexicana, lo quieren todo fácil: peladito y en la boca.
Por otro lado le ofertaré una teoría que carece de adeptos y sufre de múltiples desacuerdos, todo en relación al carácter y personalidad de quienes integran el cabildo tuxpeño, u otros cabildos, pero ahora me referiré a éste, al de aquí, al de Tuxpan. Prevalece la creencia, natural digo yo, de que asumir un lugar en el cabildo otorga por antonomasia al integrante un nivel de inteligencia y eficacia, le garantiza al regidor o al síndico o al alcalde un lugar especial en el peldaño superior de las capacidades, de tal manera que lo transita de ser un ciudadano común a un chingón hecho y derecho. Pues le digo, crédulo editor, que no es así, o podría no ser así. Un cabildo puede estar atestado de pendejos, y ¡bien gracias!, y cuando digo pendejos no lo afirmo en su sentido peyorativo, sino en la cualidad humana gravemente disminuida que impide ejercer con eficacia ciertas funciones, que si bien les son asignadas por ley, ello no implica que automáticamente las cumplan cabalmente con aprobación. La regla irrefutable de los hechos así lo confirma. Si los cabildos pasados no hubieran tenido en su constitución mayoritaria a ediles pendejos Tuxpan sería otro, y no este pueblo lamentable tan retrasado, tan alejado de la modernidad y tan peleado con un presente de bienestar colectivo. ¿O no?
Gracias. Miguel Camín.
Retrato1@gmail.com
PD: al periodista Javier Santos Llorente no lo traté en cantina alguna. No fui su amigo, ni su discípulo. Lo que se diga en contrario es mero onanismo provinciano, practicado con irresponsable costumbre. A Javier Santos Llorente lo escuché por única y última vez en una aula universitaria aquí en Tuxpan. Un viejo amigo que trabajó para la UGM me invitó a una plática que aquel ofreció en el año de 1998 a alumnos de la carrera de comunicación, en uno de los pisos de un edificio frente al parque de La Reforma. Javier Santos Llorente fue lapidario con sus jóvenes e inexpertos oyentes. No tuvo concesiones para estos estudiantes de comunicación. Lo menos que les dijo fue que ahí, en sus aulas y con sus maestros, no aprenderían el oficio del periodismo, que esta actividad crecía y se cultivaba en las salas de redacción, en pocas palabras: que perdían su tiempo queriendo seguir el camino académico para llegar a practicar el periodismo. Al final de la charla, más bien, del monólogo, pues los estudiantes quedaron mudos, los alumnos se pusieron de pie, todavía bajo el efecto de la madriza verbal que Javier Santos Llorente les había propinado, sin tregua. Yo me acerqué a saludarlo, y constaté en la figura cansina, recia y desgarbada de Javier Santos la veracidad de lo expresado. Había ejercido el periodismo desde joven y había vivido sólo para él, según relató, y su piel blanca y ajada sobre un cuerpo cansado de huesos largos eran huellas de esos estragos que produce la obsesión de tantos años de ir por la nota. Le estreché su mano, larga y delgada de pianista, y firme de reportero, y apenas si pude verle a los ojos, pequeños cargados de inteligencia y todavía, a pesar de su vieja edad, con un rastro evidente de determinación. Fue todo.
PD2: Por cierto, en esa charla, Javier Santos hizo especial hincapié en lo fundamental que es la lectura continua en la formación del periodista, y en la aplicación constante de la gramática en el ejercicio de la escritura. Lo recuerdo ahora, porque es evidente que en algunos o algunas, prevalece más la vanidad como preocupación de lo que publican, que el cuidado elemental de su redacción. Basta lanzar un vistazo para darse cuenta.

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