sábado, 26 de enero de 2008

T R A Z O S... POR MIGUEL CAMIN




Apuntes para el relato: “Sonia y la lluvia”

Miguel Camín

Sonia llevaba oprimido el pecho desde las últimas lluvias de octubre. Se desataron los aguaceros durante los primeros días, y no calmaron hasta que las cosas en la ciudad no tomaron un alma acuosa. Segura en su vecindario de casas apretadas, Sonia echaba una mirada de piedad hacia el cementerio por cuyas imperfectas lomas cubiertas de tumbas se precipitaba el agua. Desde que vino a vivir a Infonavit Puerto Pesquero, el campo de cruces le pareció un signo ominoso a su llegada. No había árbol alguno en él. Sólo destacaban unos cuantos claros reservados a los muertos de mañana. En estos recuerdos habitaba Sonia cuando el taxi tomó su fila sobre la avenida Juárez, a cortos pasos de la tullida calle de Pípila, y de él descendieron los enlatados pasajeros. El malestar de la opresión en el pecho la seguía con la angustia leve de un deseo huérfano. Para cuando descendió del vehículo ya había empleados que esperaban la apertura de los almacenes García, y el ruido modorro aun no cobraba el trajinar caluroso de la mañana. Sonia vestía una batita gastada de algodón sin mangas que llegaba a la altura de las rodillas sobre una playera color chocolate de cuello circular. Sus pies pequeños no impidieron que alcanzara en unos segundos la contra esquina, ahí donde habitualmente aparcaba una camioneta de carga. Trabajadores rudos del rastro desenganchaban de su interior grandes piezas de carne, y sobre sus espaldas cobrizas desaparecían por la boca sombreada y fresca de la puerta trasera del mercado municipal. Sonia desconfiaba del espectáculo que los oscuros trozos de res le brindaban. Se llevó la mano izquierda en forma de cuenco a los labios y atravesó con rapidez en dirección a la avenida Independencia. El faldón holgado de su vestido se meció ganando altura y un pudor que no recordaba desde las épocas de sus primeros besos le hormigueó el rostro. Uno de los chalanes embadurnado de sangre animal hasta el cogote la piropeo, pero Sonia se negó a acusar el dardo más por miedo que por indignación. Iba a cumplir los 30 años en unas semanas y se resistía a sentirse una mujer pasada, sino fuera porque la madre machacaba en cada oportunidad el peso de las tres décadas vividas. Metió la mano derecha en la bolsa delantera izquierda de su ropa y jugó entre los dedos las monedas antes de sujetarlas con firmeza, extraerlas y contarlas. La cantidad era irrisoria, pero su vecina la había convencido de que los medicamentos del corazón porque son para el corazón, quien los vende no puede tener mal corazón como para fijarle un alto precio. Más que escucharla, Sonia la había mirado como se observa a un mujer que ha perdido la cordura pero conserva la convincente veracidad de sus palabras, por inauditas que le sean a la razón. Anclada esta certeza de que se puede deshacer la cita que el destino nos reserva con lo ridículo Sonia pasó de largo sin mirar siquiera al boticario que escoba en mano espantaba los polvos acumulados por los olvidos de los clientes. Llegó al malecón, tomó dos monedas y con la primera marchanta compró un manojo grueso de hierba de ruda. Una infantil llovizna desperezó a clientes y vendedores. El río había empezado a apaciguar su mal carácter de finales de verano y la repentina lluvia era sólo eso, un malentendido de los climas inmaduros de Tuxpan. Sonia nunca compartió esos pronósticos que desorientados le habían dolido el corazón en aquellas últimas tormentas de octubre cuando no se supo más de la tripulación del ruinoso pesquero “Arpón II”, y todavía seguía el amargo alegato de si las boyas color naranja arrojadas por el mar a veinte kilómetros hacia el norte de Barra de Cucharas le pertenecían y si fueron pruebas suficientes para detener la búsqueda y dar a todos por ahogados. Regresó a su casa de Infonavit Puerto Pesquero con la ropa mojada y puso a hervir el manojo de ruda en un hondo pocillo con el ánimo resignado de dormir apaciguada por la lluvia. Sacó de un neceser una foto. Se tiró en la cama, puso la foto lo más cerca de su cabeza, la miró de reojo y esperó paciente a que el agua sobre el fuego en el pocillo le llamara.

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