lunes, 23 de junio de 2008

TRAZOS...



Nada queda en pie, empezando por uno mismo.

Leovigildo tomó el hacha y le dio su razón de ser metálica, afilada, y arremetió contra la parte baja del tronco. De escuincle algunas veces cuando escapaba a la vigilancia severa de su mamá y le andaban las ganas se aproximaba urgido a la sombra de este fresco framboyán, se bajaba la cremallera del pantaloncillo y meaba a sus anchas; ¿Cuántas veces vació su vejiga infantil y adolescente en la piel rugosa?, las suficientes para anegar su memoria ahora que tenía la orden de derribarlo. Nunca imaginó que llegaría el momento de palidecer ante un árbol cuya única defensa era la de permanecer enraizado a sus recuerdos. Había echado abajo infinidad de ellos y, ya en el suelo, tendidos los había desmembrado, quietos, inmóviles, callados. Sólo el aroma a madera muerta y pedazos de entrañas que salpicaban a cada hachazo encajado le indicaban la temeridad de su oficio ingrato y cobarde.

Pericles Namorado, alcalde en segundas nupcias con sus electores, firmó el decreto que autorizó la tala de los árboles que se alineaban como desempleados, viejos y enfermos a la vera del río, un cauce nativo cuyo temperamento estaba marcado por las estaciones del año. Irascible en los chubascos del verano, Leovigildo se sabía cerca de la ribera del Pantepec por su aliento cenagoso que saturaba el aire y se quedaba días y días en las narices del pueblo con ese hedor a pimiento. Para enero ofrecía su mejor talante: sus aguas verdes tenían la mansedumbre de una mujer enamorada y la transparencia de las horas invernales testificaba su andar suave hacia la mar. Leovigildo lo había navegado de orilla a orilla en aquellos viejos esquifes de remos y había padecido su carácter lunar.

Mantenía la mano firme, y el brazo nervudo se irisaba esmaltado por un sudor viscoso bajo el sol de primavera; pero su corazón sufría sacudidas y eran estos espasmos del tórax los que le impedían seguir levantando el hacha y cargar su fuerza contra el framboyán. En qué maldito momento se le ocurrió al alcalde ampliar el pavimento hacia esta área arbolada, se preguntaba Leovigildo, buscando explicación donde nunca la habrá, en la cabeza hueca de los que mandan. En su titubeo alzaba la vista y miraba las escasas flores que le habían crecido a este jubilado árbol; el naranja encendido de ellas se destacaba como dedos de cuya piel el sol se había acordado. Los framboyanes habían venido de las islas Antillas y se acomodaron a esta tierra ribereña con sus ramas flameantes y sus botones que reventaban luz bajo los aguaceros de mayo.

El día estaba partido en dos, Leovigildo pensó que no había mejor señal para su hacha que este fatídico momento que dura unos segundos cuando las cosas son abandonadas por su sombra y se quedan únicas, irrepetibles, a merced del sol y de su muerte.

Miguel Camìn

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