viernes, 30 de abril de 2010

TIENDA DE RAYA...


Por: Imelda Torres Sandoval

Inocencia, bisquets y esperanza...

Al recordar mi infancia, inmediatamente vienen a mi memoria tres recuerdos que la dibujan: me gustaba recolectar hongos en temporada de lluvias en un campo de girasoles que colindaba con la zona residencial de Arcos del Alba donde yo crecí, en Cuautitlán Izcalli, Estado de México.
Mis hermanas y los vecinitos de la calle Oyameles donde hasta hoy vive mi madre, nos íbamos en palomilla, armados con bolsas y palos, por que aún podíamos encontar alguna culebrilla de agua en el camino. Una vez que terminabamos de recoger suficientes hongos, empapados y con los zapatos de goma ensopados, regresabamos a mi casa, y le entregabamos las bolsas con hongos a mi mamá. Ella, se introducía a la casa, y desde la ventana la observabamos en la cocina, lavando los hongos para luego ponerlos en una cacerola con agua a hervir, a la cual también le agregaba el ajo más enorme que encontraba. Pacientes, más de diez chiquillos aguardabamos en el patio de mi casa, a la sombra de los nísperos que mi papá adoraba. Finalmente, mi madre salía triunfante con el ajo cocido y relucientemente blanco, transparente. Nos podemos comer los hongos que trajeron, no son venenosos, anunciaba. En pocos minutos regresaba con un platón de quesadillas hechas a mano, preparadas con queso, epazote, hongos y salsa verde.

Otro de mis recuerdos mas deliciosos también tiene que ver también con la destreza culinaria de mi madre: alguna tarde nos horneaba delicisosos bisquets, muy parecidos a los que encontré en el Restaurant 303 de aquí de Tuxpan (aunque los de mi madre son los mejores, aclaro).
Mis hermanos y yo (somos seis en total) esparábamos en la puerta de la cocina a que saliera la primera horneada de pan, y bien calientes, con sendas cucharadas de mantequilla de cacahuate o mermelada de zarzamora, nos lo devorabamos. Cuando mi madre terminaba de hornear, solo le restaba una charola de pan, la cual escondía muy bien para compartirle un par de bisquets a mi padre.

La anécdota que marcó el final de mi niñez ocurrió cuando cumplí quince años. En el día de mi cumpleaños, mi hermano René, mayor que yo cuatro años, me dijo: gorda, sube al coche, te voy a enseñar a manejar. Y ahí voy de obediente. Nos subimnos a un viejo datsun mi hermana Indira, mi hermano y yo. Irene, otra de mis hermanas, menor que yo pero siempre más prudente, se negó subir al auto, y pitonisa anunció: yo no me subo, van a chocar. Y tal como fue. Mi hermano me ordenó: pisa el clutch y mete el freno. Creo que seguí las instrucciones al revés, por que el auto, con un rechinido que áun recuerdo, arrancó ferozmente amenazando impactarse con el poste de luz de la calle. Mi hermano tomó el volante y lo giró con fuerza, impactándonos en un coche estacionado en la acera contraria, el cual provocó una carambola en cuatro autos más estacionados en fila detrás del primero. Después del choque, mi hermano me ordenó: vete a casa, yo me hago responsable. Pobrecillo. Primero, fue objeto de burla de toda su palomilla, que a los cinco minutos ya rodeaban el accidente. Después, el regaño severo de mis padres. El se aguantó como los machos y no me delató. Sin embargo, yo confesé mi crimen. Nos castigaron a los dos. Aquí supe que, pasara lo que pasara en mi vida, siempre tendría la esperanza de contar con mi hermano y con mi familia.

Años después, me hice abogada. Y un día, cuando trabajaba en Procuraduría Agraria en Querétaro, regresé a casa, como casi todos los días, a las siete de la noche. Recogí a Néstor en el anexo de la guardería de la Maestra Pera. Mi niño, con sus cuatros años preciosos, se había dormido. ¿Que hizo mi niño en todo el día? le pregunté a la nana con un nudo en la garganta, pues la conciencia de dejarlo solo todos los días me lastimaba profundamente. Nada, me respondió. Subí a mi auto con mi hijo en brazos, mordiendo la respuesta recibida: ¿Cómo un niño no va hacer nada en todo el día? Con ese pensamiento, llegué a casa, donde Mundo, mi otro hijo, me esperaba desde las dos de la tarde. ¿Te comiste el pollo que te dejé en el microondas? ¿Cómo te fue en el Colegio? Si y Bien fueron las únicas respuestas que recibí de mi hijo inmerso en la televisión. Apagó la tele, me miró y me dijo: me voy a dormir.
Regresé a la cocina, y me encontré con mi frasco de mermelada de zarzamora en la alacena. Y recordé mi infancia, y comprendí en ese momento la verdadera misión de una madre: uno no está para proveer el hogar de lo que haga falta. No fuimos hechas para generar riqueza y bienestar para el hogar. Fuimos creadas para construir el pasado de nuestros hijos.
Poco tiempo renuncié a mi plaza de abogado federal y me regresé a casa, a disfrutar la infancia de mis hijos. Agradezco a Dios que me haya iluminado de esa manera. Hoy mis hijos sonríen al recordar que, en su infancia, su mamá les preparaba deliciosos pasteles de chocolate y jugaba turista y lince con ellos en las tardes lluviosas del Puerto de Veracruz.

Usted apreciable lector ¿recuerda su infancia?
Y sus hijos ¿que infancia han tenido?
Deje de preocuparse por el futuro de sus hijos, ocúpese de regalarles un mejor pasado.
Hasta la próxima.

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