Foto: Fundación UNAM...
*Indocumentados, con miedo a ser repatriados y despertar sin nada…
*Indocumentados, con miedo a ser repatriados y despertar sin nada…
*Caminar feliz con una muda de ropa y unos zapatos en la mochila
La lucha de Rubén Figueroa desde el Movimiento Migrante Mesoamericano
Luis Velázquez/Primera parte
El 27 de octubre de 1983, apenas tenía un año de haber nacido en Las Choapas, Veracruz, y su padre lo abandonó sin decir adiós.
Entonces, cuando tuvo la edad, se quitó el apellido de su padre y sólo se dejó el de su madre, originaria de Chiapas.
Después, con su mamá caminaron a Tabasco y detuvieron en Huimanguillo. “Los niños salíamos de la escuela primaria y nos íbamos al río Grijalva, llenos de libertad, a tirarnos de panzazo en las pozas”.
Desde ahí miraban pasar a los migrantes de Centroamérica rumbo a Estados Unidos y a los 16 años, se formó en la hilera, atrás del sueño que todos cargaban en la espalda, huyendo de la pobreza, la miseria y el hambre.
Un “coyote” lo mantuvo preso en la frontera norte. Permaneció encerrado en una casa de seguridad en Estados Unidos. “Y sin tener a nadie, ni amigos”, en Texas lo despidieron de una chambita en el campo “porque necesitan hombres, no niños”, le dijeron.
A 30 horas de viaje, “al otro lado del mundo” estaba Virginia y alguien le aconsejó caminar para allá. Sólo cargaba una mochila, con una muda de ropa y la que llevaba puesta. Tenía unos días de haber cruzado la frontera. Solo. Con miedo. Y en el autobús se la pasó llorando parte del viaje, hasta que una señora, migrante, originaria de Michoacán, que vivía sola en Los Ángeles, y que también viajaba en el mismo autobús, le ofreció una torta, un refresco, y lo acompañó a su destino.
Es Rubén Figueroa. De 30 años de edad, 14 de indocumentado. Y desde el “Movimiento Migrante Mesoamericano”, al lado de Elvira Arellano (que cubre el norte del país), Pepe Jacques (en el Distrito Federal) y Martha Sánchez, la coordinadora general, ha abrazado la causa migratoria como razón de vida.
‘’Todos somos hijos de la migración. Yo vivo como ellos, en los albergues. Sin destino y sin dinero. En mi mochila amarrilla cabe todo lo que tengo en la vida. Una muda de ropa y unos zapatos de refuerzo. A veces, tengo destino. Y ando sin dinero. Pero he aprendido a vivir y sobrevivir de igual manera como un migrante. Con nada. Y con la esperanza’’.
Su vestuario es básico. Una camiseta blanca, donde aparece dibujada la vía de un ferrocarril con 4 migrantes caminando en despoblado y solitario. Zapatos usados, color café, bota industrial para caminar en terreno adverso. Y la mochila.
De baja estatura, pide un lechero y apenas y lo prueba en dos horas de plática. Se toma, en cambio, dos vasos con agua. Repasa su vida como una película, de corridito, sin altos gramaticales, mirando de fijo, ojos como cuchillos que taladran, mejor dicho, perforan, buceando en el interior.
VIVIR CON LA OBSESIÓN DE REGRESAR AL PUEBLO
Rubén Figueroa. Seis meses en Virginia en una fábrica de almohadas; cinco años en Carolina. De albañil. Haciendo pisos de colores. De jardinero. Cada semana enviaba la mitad de sus ganancias a su mamá, en Huimanguillo, para sostener, además, a una hermana y a un hermano privado, entonces, de su libertad.
En Carolina vivía en un departamento tipo Infonavit con 11 migrantes de todo el mundo. Desde latinos hasta de marroquíes, pasando por españoles. La diáspora migratoria. El día y la noche del trabajo a la casa, y de la casa al trabajo. Así todas las semanas, los meses, los años.
Además, sin alcohol ni drogas ni vida frívola. “A Estados Unidos llegué católico y terminé protestante, como casi todos. Luego, claro, la vida me retiró de la religión. Pero entonces, viviendo con las horas contadas, el miedo, el temor, de ser repatriado y despertar sin nada. Y es que todos los migrantes vivimos así, con la idea de regresar al pueblo, pero con algo que llevar a casa”.
Cada migrante, dice, escucha la radio buscando la canción perfecta para volver al país de origen. Y en esa búsqueda, Rubén Figueroa aprendió a comer pizza, ir al cine y vivir feliz con dos mudas de ropa y dos pares de zapatos, unos negros y otros café.
Y fue en Carolina del Norte, en una fábrica de cosméticos donde trabajaba, cuando miró por vez primera un anuncio espectacular con el nombre de Amnistía Internacional, AI. “Cosas pequeñas y grandes que lo cambian a uno”. “Y me llené de curiosidad, pregunté y la vida empezó a cobijar otras razones para vivir y ser”.
“Nací en Veracruz y avecindado en Tabasco me fui a Estados Unidos a los 16 años. La pobreza me robó cinco años en México y vivir lejos de mi madre y hermanos, como sucede a miles, millones de migrantes del mundo. Ahora, me carteo con AI y luchamos por la misma causa en los estados de Veracruz, Tabasco, Oaxaca y Chiapas”.
Y en todos han tenido confrontaciones…
POSDATA: Todos los días, más, mucho más información en crónicas, reportajes y columnas en blog.expediente.mx…
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