jueves, 23 de junio de 2011

BIOGRAFIAS TUXPEÑAS


Por: Alonso Castaño

“Le alcancé el totol y quise huir despavorido. Una mano como garfio me detuvo, y una voz ordenó descabezar el plumífero. El animal y yo temblamos. Yo tenía 8 años, y la mano y la voz provenían de mi madre” (Robustiano Ángeles: escritor tuxpeño desaparecido en las aguas del Golfo en febrero de 1938. La cita está tomada de su obra póstuma “Memorias de río abajo”)

MALENA X
(BARRIO DE LA RIVERA 1955 – EL ESFUERZO 1980)
No fue una puta por voluntad de dios. Desde que Severa, la rolliza comadrona del barrio La Rivera la recibió con dificultad, acuclillada casi a ras de ese suelo sucio y húmedo de una de las tantas legendarias cuarterías anémicas que se levantaron contiguas al río, supo que algo vendría mal en la vida de ese bulto de carne, viscoso, sostenido entre sus crasas manos. ¿Es una niña? preguntó la madre alumbradora. Severa asintió. Se llamará Malena dijo la madre y su voz dulce de agonía no volvió más. Quedó expuesta con las rodillas derrotadas, su vagina parecía una sandía rota en medio de una aureola de retazos de telas, engordados por la sangre derramada.
Hubo en Malena hasta los 14 años una belleza sospechosa, entre linda e idiota. Su rostro tenía la hermosura de los rasgos femeninos de las fotos antiguas pero su mirada no encontraba reposo, como un par de oscuros insectos alrededor de una bombilla. Su piel parecía haber sido bañada en leche. Ese color le vino de los genes de una comunidad peninsular enclavada en la zona serrana de Tamiahua de donde procedió su madre. Pronto la anatomía de su cuerpo resaltó sus ropas, y una geografía abrupta, de valles suaves y redondas estribaciones, concitó las miradas de los hombres. Pero Malena desoía y caminaba con su belleza abundante y su cerebro de niña, intocada por las habladurías.
La desgracia llegó enfundada en pantalones, en unos baratos pantalones de uniforme escolar. Tres estudiantes adultos siguieron a Malena por la angosta y cortada carretera de asfalto una tarde de primavera y la obligaron a bajar a la orilla arenosa del río, y parapetados tras largo y alto muro de tierra, frente al edificio de la embotelladora Pepsi Cola ultrajaron su lechosa piel y loquearon su infantil cerebro.
Nadie pudo traer de vuelta a Malena; no hubo quien la trajera acá, a su barrio de La Rivera. La violación le extravió el sentido de sí misma y del espacio y de los lugares, y en vez de huir de sus pesadillas se refugió insondable en ellas. Pronto se le vio caminando por la carretera a la Barra Norte, andaba como una vela, recta y pálida, desde el puente de Tuxpan en dirección a la playa, ida y vuelta, acosada por desconocidos, llevada a las orillas, tras los promontorios y los matorrales, estuprada una y otra vez. Fue en los años setentas la puta loca de la rivera del río. Una puta joven con la ternura de la idiota.
Sólo Pantoja mostró un interés que no fuera el de la carne. Se interesó por eso que él llamaba el espíritu, el alma que hasta la más casquivana de las mujeres trae en su equipaje desde que nace y que sólo basta con tener la llave apropiada para abrir el maletero del cuerpo para que en forma de halo vaporoso se eleve. La llave adecuada es el amor, definía Pantoja, y acto seguido desplegó su llavero.
Lutero Pantoja, un pastor evangélico, se enamoró de Malena viéndola atravesar uno de los ocasos señoriales de las tardes tuxpeñas. Fue niño de crianza de un matrimonio que no conoció la abstinencia paridora y como pareja de roedores se llenó de hijos: alumbró la mujer trece, 11 fueron niñas y dos niños, gemelos estos últimos afectados a los pocos meses de su nacimiento por una diarrea que como diluvio imparable les duro tantos días como tantas noches hasta dejarlos como fruta seca sin vida; para apaciguar el dolor de la madre, el marido compró en una remota aldea de la sierra de Otontepec un niño varón a una pareja también plagada de críos a los que ya no alcanzaba para alimentarlos; le costó unos pesos, los pagó y llevó el niño a los brazos de la madre enlutada. Esta le recibió, pero jamás le quiso. Su presencia, contraria a lo esperado por el marido, no sólo no la reconfortaba, le agravaba más el recuerdo filial de la pérdida de sus gemelos en medio de las heces.
Malena fue encerrada por Lutero en una casa por los rumbos del crucero a Tamiahua, colonia El Esfuerzo. Intentó nutrirla y le impidió salir; por las noches, después de llegar de su trabajo apostólico de predicar, Lutero Pantoja leía a Malena versículos a modo de su Biblia evangélica. Malena en frontal rechazo penetró en un estado de parquedad alimentaria que la llevó a ser un costal de piel conteniendo cuarenta kilos. Una noche Lutero Pantoja encontró a Malena desnuda, en su desnudes de luna sin estrellas comiendo de las hojas del libro de la biblia que él había olvidado sobre una mesa. Había arrancado decenas de ellas y había desprendido cachos con su boca. Ahora la veía masticar pedazos de papel sagrado, de su sagrado libro, mirándolo con fiereza, con ojos coléricos de una meretriz irremisible.
Lutero Pantoja leyó la escena herética y lasciva, interpretada en su papel protagónico por Malena, como un mensaje críptico de su señor Jehová y al otro día, a primera hora, como otros tantos días, la llevo consigo a predicar por las nuevos asentamientos humanos pobres y jodidos que empezaban a pulular sobre las reservas comunales del territorio de Tuxpan. Caseríos hechos de la nada cuya pobreza se veía magnificada por hordas de perros flacos vagando y cagándose por sus calles polvosas y oscuras.
Malena masticó y trago a fuerza de pisar esos suelos ya no las hojas de antaño sino la palabra divina escuchada tanta veces en boca de Lutero Pantoja de quien más tarde terminó también enamorándose. Fundaron ambos una nueva secta evangélica, brazo disidente por desacuerdo con la que Lutero Pantoja pregonaba cuando se conocieron. Le llamaron “La Nueva Casa del Señor”, y repartieron con fe ciega la ‘buena nueva” por colonias y rancherías de Tuxpan.
Malena agonizó marchitada por la tuberculosis en las primeras semanas de 1980, durante unos días invernales, fríos atípicos, y su sepelio se realizó bajo una lluvia floja pero terca de enero. De ella solo hay una cruz de chicozapote en una tumba a la que se llega por la segunda puerta del viejo cementerio de la calle Galeana.

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