martes, 16 de diciembre de 2008

EL SANTA CLAUS QUE MURIÓ...



Por: Bismarck del Ángel

Yo soy el gran amigo del columnista, es decir, de quien esto escribe; creo que el único y el más sincero, según me lo ha hecho saber.
Lo he acompañado en todos los años de su vida, en sus días más felices, aunque también en los difíciles de su existencia; como por ejemplo, el día que reprobó un año de secundaria, otro en el que calzó zapatos rotos porque su primer empleo en el oficio a sus 15 años no le daba para más; me acuerdo también del día que se casó muy joven, inexperto en consecuencia, cuando nació su “Mon” como hoy día le llama a su primogénito Donaldo; los días que lloró por su divorcio o cuando murió su gato “Gringo” o sus perros “Challenger” y “La Boca”. Luego, por otras amargas y tristes experiencias, que no valen la pena ni recordar.
Esto, sin dejar de lado sus momentos más inmemorables de cuando su papá Melitón le enseñó a rasurarse un bigote y una barba inexistente a navaja “directa” en plena pubertad; sus pasteles de chocolate en cada cumpleaños de su infancia o cuando pateó un tren eléctrico, que de eléctrico no tenía nada, encabronado con Santa Claus porque no le había traído el que anunciaba Chabelo; Santa Claus, ese personaje navideño que también muchas alegrías le dio y que hoy extraña a mares.
En fin, lo he visto llorar, reír, bailar, enfermar, enfadar, sonrojar, sentirse orgulloso por lo que es. Soberbio en ocasiones, humilde ante la adversidad.
Todo esto lo digo porque hoy quiero hablar de mi amigo, a quien a sus 34 años de edad en que lo conozco tan íntimamente, lo veo ahora sí más triste que otras veces; hace unos días me confió su motivo: murió su ejemplo de vida, su mejor amigo -creo que más que yo-, su protector, su maestro, su benefactor, su papá: el mejor Santa Claus que cualquier hijo quisiera tener a su lado esta navidad.
Me confió lo mucho que lo extraña, lo mucho que lo llora luego de una buena dosis de licor y, en juicio, cuando tiene en sus manos una foto en la que aparece su papá cargándolo el día de su bautizo o partiendo la piñata en sus dos de edad. Por lo que veo y me dice, carga consigo un dolor tan inmenso y profundo, más allá de la profundidad del sepulcro de su padre.
Eso sí, me aclara mi amigo, su papá le procuró y le dio todo y de todo, porque si usó zapatos rotos no fue por desatención de “Don Meli”, sino porque se trató de un lección para hacerlo responsable y no un mantenido. Si mi amigo no cursó una carrera profesional de universidad, no fue porque no se la hayan ofrecido, sino más bien porque aprendió a ser padre de familia antes que adolescente y aprender el oficio del periodismo antes de tiempo, empírico.
Mi amigo me confiesa que jamás, hasta el último día de su existencia, olvidará el agonizar de dos días de su papá, de su aspecto cadavérico, su último halo de vida, su último respiro, su última bocanada de aire, el fin físico de su Santa Claus.
Recuerdo bien cuando veía a mi amigo convivir amenamente con su papá, echándose unos Don Pedros, con canciones de José Alfredo Jiménez de fondo.
Hoy mi amigo el triste lleva por herencia el periodismo en su sangre, igual que la diabetes de sus padres, veo que le preocupa, pero también sé que no se cuida; eso como amigo que soy de él me alarma, porque sé que no está del todo bien. Sin embargo, lo que me alienta es que le acompaña una mujer que le procura -se llama Laura- y lo quiere mucho.
A pesar de ver entre ellos arrumacos, platos rotos y hasta mentadas de madre, estoy seguro que ella lo ama con la misma intensidad que sus padres, pero claro a su manera.
Mi amigo me ha confesado en la intimidad de nuestras charlas, las cuales por lo regular se dan ante una buena cerveza o en la soledad de su aposento en Tantoyuca, que anhela engendrar otro hijo, pero al mismo tiempo me confiesa que tiene miedo que a sus hijos también se les muera Santa Claus como recién le acaba de suceder a él. Y es que quiere tanto a su “Mon” y al que anhela, que no quiere que pasen por ese trance tan doloroso del que mi amigo no puede avanzar hacia una tranquilidad moral, a pesar de haber quedado en paz con su Santa Claus, sepultado hace apenas menos de un mes.
A mi amigo le llegó diciembre, luces, cánticos, pinitos, esferas, abundancia, risas, proyectos, aguinaldos, dinero; él, me confiesa, cambiaría todo eso por otro beso en la mejilla como el que le dio tan amorosamente dos horas antes de su operación, 33 días antes de la muerte de su papá.
Suda frío, se sobresalta, le apagan el televisor, le tocan la ventana de su recámara en una segunda planta en la que por fuera no hay ni andamios ni escaleras. “es mi papá”, despierta exaltado. Lo entiendo, lo extraña, lo sueña, lo siente cerca.
Faltan unos días para la navidad, mi amigo quiere regresar el tiempo, pero lo que regresa es el pensamiento de los brindis, de la sorpresa que le causaba en su infancia por saber lo que le había traído Santa Claus, de cuando se negaba a dormir para conocerlo; sin saber que ese lindo personaje también tenía bigote blanco, cabello encanecido y una mirada lánguida, como quien murió en sus brazos apenas el 21 de noviembre pasado.
Adiós mi Santa Claus, hasta pronto Mi Querido Viejo.

Tu hijo

El Santa Claus de “Mon”, el Santa Claus de quien espero y anhelo llegue pronto para continuar con tu generación. GRACIAS POR TODO PAPA MELITON.

No hay comentarios: