OTRA VEZ
Miguel Camín
Otra vez este hijo de puta, expresé en voz alta, casi a grito suelto.
Lety me miró con uno ojos que indicaban desaprobación absoluta a esta cargada expresión.
Lety había estudiado el bachillerato en un colegio católico ubicado en una zona residencial de casas que siempre me han parecido que invitan al ladrón, al saqueo.
Lety no era católica de cepa, pero acompañaba religiosamente a su madre los domingos a la misa de once que peroraba un cura de ademanes finos y lengua facciosa.
Lety tenía una belleza líquida. ¿Cómo es esa belleza? Cuando la miras o te miras en ella, un sorbo de sombras frescas te sorprende. La conocí en una de esas tantas filas que se dan frente a las ventanillas de los bancos. Le cedí el turno porque me pareció que llevaba prisa. Agradeció el gesto y así empezó la relación. No hay secretos, la cortesía suele dar sus frutos. Lety trabaja en una agencia de viajes y yo tengo negocios de renta de juegos electrónicos para niños.
Detuve la marcha del coche frente al Oxxo de la Avenida Ruiz Malerva. Bajé la ventanilla y esperé que el tipo de la patrulla de vialidad se acercara.
“Su licencia y su tarjeta de circulación”, ordenó el tipo. Al agente lo había tratado en circunstancias similares. Un tipo entrado en carnes, de un andar porcino, de grasosas mejillas y una gorra que le viene chica a su cabeza de pelo aceitado.
“Cuál es el problema” respondí sin mostrarle ningún documento
“Evitó usted el tope e invadió el carril contrario”, me explicó el agente.
“¡Ah! ¿Y?”, repuse enfadado
“La multa son 50 salarios mínimos. Pero permítame su licencia”
“¡Ajá!”, contesté y sólo le mostré la tarjeta de licencia de conducir.
“¿Por qué no me da la licencia?”, cuestionó en voz alta el agente.
“Porque se la va a quedar, y yo la necesito” le contesté. “Levante la multa y voy a pagarla en este momento a la oficina de tránsito”, le sugerí.
Movió la cabeza, paró de moverla. Se le quedó mirando a Lety con una expresión de animal contrariado, como cuando éste no encuentra una salida y se golpea contra la cerca una y otra vez. Buscaba apoyo, pensé, pero Lety llevaba prisa como toda mujer a las 8 de la mañana rumbo al trabajo. Le había prometido pasar por ella a su casa muy temprano. Anoche habíamos cenado y en un remanso de la cena le había pedido que viviéramos juntos. Se quedó con la mano en la copa y sus labios se tornaron a medias como un rabo de nubes que se abre. Colocó la copa sobre la mesa y sus labios se sellaron esa noche.
500 pesos me pidió el cerdo para perdonarme la infracción de vialidad. Casi me confiesa que había otro hijo de puta a quien completarle la cuota al final del día.
Miguel Camín
Otra vez este hijo de puta, expresé en voz alta, casi a grito suelto.
Lety me miró con uno ojos que indicaban desaprobación absoluta a esta cargada expresión.
Lety había estudiado el bachillerato en un colegio católico ubicado en una zona residencial de casas que siempre me han parecido que invitan al ladrón, al saqueo.
Lety no era católica de cepa, pero acompañaba religiosamente a su madre los domingos a la misa de once que peroraba un cura de ademanes finos y lengua facciosa.
Lety tenía una belleza líquida. ¿Cómo es esa belleza? Cuando la miras o te miras en ella, un sorbo de sombras frescas te sorprende. La conocí en una de esas tantas filas que se dan frente a las ventanillas de los bancos. Le cedí el turno porque me pareció que llevaba prisa. Agradeció el gesto y así empezó la relación. No hay secretos, la cortesía suele dar sus frutos. Lety trabaja en una agencia de viajes y yo tengo negocios de renta de juegos electrónicos para niños.
Detuve la marcha del coche frente al Oxxo de la Avenida Ruiz Malerva. Bajé la ventanilla y esperé que el tipo de la patrulla de vialidad se acercara.
“Su licencia y su tarjeta de circulación”, ordenó el tipo. Al agente lo había tratado en circunstancias similares. Un tipo entrado en carnes, de un andar porcino, de grasosas mejillas y una gorra que le viene chica a su cabeza de pelo aceitado.
“Cuál es el problema” respondí sin mostrarle ningún documento
“Evitó usted el tope e invadió el carril contrario”, me explicó el agente.
“¡Ah! ¿Y?”, repuse enfadado
“La multa son 50 salarios mínimos. Pero permítame su licencia”
“¡Ajá!”, contesté y sólo le mostré la tarjeta de licencia de conducir.
“¿Por qué no me da la licencia?”, cuestionó en voz alta el agente.
“Porque se la va a quedar, y yo la necesito” le contesté. “Levante la multa y voy a pagarla en este momento a la oficina de tránsito”, le sugerí.
Movió la cabeza, paró de moverla. Se le quedó mirando a Lety con una expresión de animal contrariado, como cuando éste no encuentra una salida y se golpea contra la cerca una y otra vez. Buscaba apoyo, pensé, pero Lety llevaba prisa como toda mujer a las 8 de la mañana rumbo al trabajo. Le había prometido pasar por ella a su casa muy temprano. Anoche habíamos cenado y en un remanso de la cena le había pedido que viviéramos juntos. Se quedó con la mano en la copa y sus labios se tornaron a medias como un rabo de nubes que se abre. Colocó la copa sobre la mesa y sus labios se sellaron esa noche.
500 pesos me pidió el cerdo para perdonarme la infracción de vialidad. Casi me confiesa que había otro hijo de puta a quien completarle la cuota al final del día.
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